miércoles, 30 de enero de 2013

El increíble Manchester United.

Hoy quiero contarles la historia de cómo me volví fan del mejor equipo del mundo.

Era una mañana de vacaciones, allá en el año 1998, en la cual a mis nueve años, aún no había visto suficientes fracasos de mi selección nacional como para empezar a pensar en un sustituto, aun cuando fuere uno temporal, para animar en el mundial. El partido contra Inglaterra era la última oportunidad de Colombia para pasar de ronda, y el rival venía con la necesidad de ganar.  

Mi moral llegó a su punto más bajo al ver cómo, con un certero disparo, se clavaba la última puntilla del ataúd de mi equipo: la puso un jugador inglés que tenía mi mismo nombre, por el que todas mis primas suspiraban, y del que la empleada del servicio tenía un póster en su habitación.

Ese majestuoso disparo me hizo pensar que ése era el mejor jugador del mundo, y no Zidane, o Ronaldo, quienes en verdad demostraron su calidad en ese mundial, no; el mejor era el que se llamaba como yo.

Cuando era niño, sufría de insomnio. En alguna madrugada en casa de una tía, emitieron una repetición de la reciente victoria del Manchester United en la Copa de Campeones de Europa.




Primero los comentaristas hicieron memoria de la ocasión: los Red Devils venían de dos juegos importantísimos en menos de una semana: acababan de ganar la Premier League Inglesa en un partido en el que además, lograron revancha contra el Tottenham Hotspur, un rival que les había quitado todo la temporada pasada. Justo después, el aclamado equipo rojo había ganado el torneo de fútbol más antiguo de la historia, al vencer al Newcastle United, luego de derrotar al famoso Arsenal F.C. en el último minuto con gol de un guerrero formado en las canteras de Old Trafford llamado Ryan Giggs.

La filosofía de éste equipo, era de nunca rendirse, “the never-die attitude”, y ese era el modo como había llegado a ese punto, decían los periodistas.


Así que, los rojos se posaban en el estadio, con el cansancio acumulado que les significó jugar y ganar los anteriores partidos, para después viajar hasta Barcelona; Sin embargo se les veía alegres y motivados. Parecían a mis ojos, aquellos guerreros que se encaminaban hacia el pasaje de las Termópilas, conociendo su debilidad, pero sin un ápice de miedo en sus ojos. De frente Peter Schmeichel, un gigante nórdico con la banda negra en su brazo derecho y con el balón en sus manos.


Una toma del túnel de salida me mostró de nuevo a David Beckham, mi jugador favorito del pasado mundial, quien, inexplicablemente para mí, no era el capitán. Había que apoyarlo.


Pero nada de eso importaba, ya era hora del espectáculo. Y tan pronto como inició, la ilusión se echó a pique. Un jugador rival, por medio de un tiro libre, marcaba el primer gol. El United jugaba pésimo: el tan admirado “Becks”, esa noche era un patético perseguidor de los veloces alemanes.

El verdadero ídolo era el portero. Schmeichel volaba entre los palos, salvando una y otra vez al equipo que yo había decidido apoyar minutos antes. Terminó el primer tiempo, y mi escasa voluntad movió el canal hacia los dibujos animados en la pausa de medio tiempo.

Justo cuando recordé de lo que me estaba perdiendo, volví a sintonizar el canal deportivo, y vi una de las escenas más sublimes que he visto en mi vida: faltando tres minutos de reposición, el Bayern Múnich cede un corner, y David Beckham lo cobra, ¡en dirección al arquero Danés, que había subido a disputar el balón! Luego de una confusión, el jugador canterano que había marcado ese gol definitivo, da media volea sin disparar al arco, sino que le hace un pase a Teddy Sheringham, quien justo al lado del palo anota la igualdad.

Era lo máximo. Ese equipo que parecía invencible había sido resquebrajado, el muro germano del mítico Oliver Kahn ya no era infranqueable. Un golpe anímico llenó a los jugadores, y en el siguiente minuto ocurre lo imposible: Beckham hace un nuevo cobro, y esta vez el que marcó el gol, Sheringham, no cabecea hacia al arco, sino que con un maravilloso giro de cuello, le deja a Ole Gunnar Soljskaer el balón en sus pies. No sobra añadir que éste último aprovecha la oportunidad y marca, causando un estallido en el recinto.

El estadio a los pies del United, la celebración de todos los jugadores, los comentaristas extasiados, el público enloquecido, el enemigo en llanto. El Manchester United F.C. se había convertido en el equipo más exitoso de la historia del fútbol inglés. La palabra increíble no se me salía de la cabeza, y sentía ganas de llorar. No podía dormir, y fue entonces cuando lo decidí: yo nunca me rendiría tampoco, iría hasta el final por ese escudo.

Ese, señores, es el amor a primera vista con respecto a un equipo de fútbol.



viernes, 11 de enero de 2013

La paradoja de las muñecas rusas.



En uno de aquellos momentos epifánicos en los que muy de vez en cuando nos encontramos aquellos hombres que aún contamos con algún sentido del asombro, se revelan verdades que aunque evidentes, no siempre son tenidas en cuenta.

Las mujeres que pasan por la vida dejan siempre alguna huella. La razón por la cual ellas han sido a las cuales has accedido, y no a otras, y el motivo por el cual cada vez parecen más maravillosas en la cama, inteligentes y centradas, amorosas y entregadas, es que dicho progreso por ninguna razón es coincidencial.

Por azaroso que parezca, el camino bien andado va dando sus frutos; saber lo que se quiere en cuanto a mujeres se trata, es uno de muchos.

Al final, si se es inteligente y prudente, se encuentra a esa persona que no es similar, sino exactamente igual a lo que uno se imagina cuando de modo onírico ve el futuro.

Contrario a lo que se cree popularmente, el modo más sencillo es el correcto; perder es cuestión de método.

De eso se trata la vida de un hombre: de abrir una y otra vez muñecas rusas, una tras otra, hasta llegar a la última, la que ya no contiene a ninguna otra. Y así hay que aceptarlo; cada vez que duela, se da media verónica, y se deja pasar a la mujer, para que siga con su vida, en vez de embestir la tuya.